lunes, 30 de marzo de 2009

El Modelo Productivo

Me atrevo a afirmar que el propio modelo productivo español es el causante de la mala situación de muchos de sus trabajadores, y de buena parte de las diferencias que percibimos si nos comparamos con otros países europeos. Sabemos que la economía española está en buena medida basada en dos sectores: el turismo y la construcción. De alguna manera parece lógico que vayan de la mano, tanto en operaciones legales como ilegales. No son sectores malos de por sí, pero una economía excesivamente basada en ellos es muy peligrosa.

Ambos sectores crean empleos, por lo general, de baja cualificación y escasamente pagados. Ambos son extraordinariamente sensibles a los vaivenes del consumo y la economía. Por si esto fuera poco, el turismo implica en muchas ocasiones desastres urbanísticos (de ahí la alianza de ambos sectores) y daños al medio ambiente.

En la reciente crisis económica y financiera, de la que aún no vemos la salida, hemos comprobado los peligros de la excesiva dependencia de la economía de nuestro país respecto del sector de la construcción. Era conocido el dato, aún cuando todo iba bien, de que en España se construían más viviendas que en varios de de los países más industrializados de nuestro entorno juntos, más que la suma de las levantadas en Alemania, Francia y Reino Unido. Esto excede toda la lógica del mercado, y estaba sostenido únicamente por la especulación. Además, es sabido que la vivienda en España no es más barata ni más accesible que en esos países, sino que existe un gran problema de acceso a ella.

Según el Observatorio de Sostenibilidad (OSE), la mitad de las viviendas en España se construye con fines especulativos. En un informe publicado en junio de 2008, este organismo señala que España cuenta con el mayor parque de viviendas de la UE, pero paradójicamente, el acceso no es más fácil cada vez, sino al contrario. La conclusión del informe, que por desgracia se está cumpliendo, es demoledora: “El crecimiento insostenible de hoy puede convertirse en insoportable mañana”.

La construcción es un sector en el que muchas veces las condiciones de trabajo no cumplen las leyes, notablemente en materia de seguridad laboral. Abunda la subcontratación, y un fenómeno que suele aparecer de la mano de éste, la economía sumergida. Está demostrado que la subcontratación excesiva disminuye los salarios, empeora las condiciones laborales y hace aumentar el número de accidentes.

La solución a este problema no es fácil, ya que necesitaría un cambio profundo de la mentalidad generalizada, para huir de estos ingresos rápidos pero frágiles y apostar por un modelo más tecnológico, que de por sí proporcionaría empleos de mayor calidad, formación y remuneración. El esfuerzo es grande, y las inversiones necesarias también, pero en mi opinión merecerían la pena. La gran preparación de los jóvenes españoles facilitaría este necesario cambio.

Economía Sumergida

Según la CES, la economía sumergida se podría definir como: “El conjunto de actividades de producción de bienes y prestación de servicios para el mercado que eluden normas, tanto fiscales como de cualquier otro tipo con contenido económico, entre las que se encuentran las regulaciones laborales, las referentes al medio ambiente, y las normas técnicas y de seguridad”.

La economía sumergida supone un paso más en el proceso de precarización del empleo que hemos descrito. En ella se elimina cualquier derecho laboral, que se consideran obstáculos para el buen funcionamiento del mercado. Los modelos productivos baratos, y la excesiva subcontratación, son factores que facilitan el desarrollo de la economía sumergida. Asombrosamente, esta es defendida por algunas ideologías cada vez más en boga, como el neoliberalismo, que la ven como “una defensa necesaria del individuo frente al robo por parte del Estado que suponen los impuestos”. Unido a esto, existe una creencia bastante extendida que relaciona mayor extensión de la economía sumergida con mayor fiscalidad y mayores costes laborales. Esto se puede desmontar con la siguiente tabla, que indica el % del PIB que la economía sumergida supone en varios países europeos. También nos muestra el altísimo peso de esta economía en España, que debería preocuparnos y hacernos reflexionar.


PAÍS
% PIB
Grecia
35
Italia
26
España
23
Holanda
14
Alemania
14
Francia
14
Reino Unido
13
Irlanda
10
Austria
7
Suecia
7
Dinamarca
7
Finlandia
4


Todos los países que aparecen en esta tabla con un índice de economía sumergida menor que España tienen una fiscalidad más alta, y costes laborales mayores.

La economías sumergida tiene gravísimas consecuencias, que todos sufrimos, aunque los trabajadores lo hacen de forma directa. Además, suele afectar en mayor medida a los grupos de trabajadores que, como hemos explicado, están más desfavorecidos: Jóvenes, mujeres e inmigrantes.

La única manera de terminar con estas situaciones sería plantearnos la gran pasividad y permisividad que en algunas sociedades, como la nuestra, existe hacia este tipo de actividades, y darnos cuenta de las gravísimas consecuencias que tiene. No sólo en cuanto a fraude fiscal, ya que la economía sumergida rompe el principio de solidaridad, básico en las sociedades democráticas, beneficiándose quienes la practican de los servicios sociales sin contribuir a ellos. También en cuanto al enorme deterioro en las condiciones de trabajo, y en definitiva, a la burla que hace de unas normas laborales, por las que se luchó con empeño y esfuerzo durante muchos años, no por capricho sino por necesidad, y que beneficiarían, de aplicarse correctamente, a la inmensa mayoría de la sociedad.

Extensión de la Jornada Laboral

En los comienzos de la industrialización, antes de que las leyes intentasen proteger a los trabajadores y de que los sindicatos consiguieran aumentar y defender sus derechos, las condiciones laborales eran penosas. Una de las características eran las jornadas de trabajo de una duración desorbitada: 10, 12 ó 14 horas eran corrientes. Una de las mayores luchas de los sindicatos y del movimiento obrero fue la reducción de esas jornadas, cosa que se logró de forma progresiva. A finales del siglo XX, como todos recordamos, se aceptó como razonable la jornada de 40 horas semanales, a lo largo de 5 días por semana, es decir 8 horas al día, con lo que se cumplía el principio de “8 horas de trabajo, 8 de ocio y 8 de sueño”, que alguien enunció teniendo en cuenta la salud física y mental de los empleados.

Las legislaciones laborales de la mayoría de los países desarrollados recogieron esta jornada de 40 horas semanales. Por supuesto, esto no siempre es así, ya que:

1) Algunos trabajadores no están empleados a jornada completa, y por tanto no cobran a jornada completa.

2) Se aceptan las “horas extras”, que el trabajador añade de forma voluntaria a su jornada laboral, cobrando por ellas más que por las horas ordinarias. Evidentemente este tiempo tiene un límite fijado por la ley.

3) En algunos casos, los trabajadores se ven forzados por la empresa, de manera ilegal, a alargar su tiempo de trabajo más allá de lo recogido en su contrato.

Hoy en día las cosas están cambiando. Mientras que algunos optan por continuar por el camino de la reducción del tiempo de trabajo (en Francia, por ejemplo, amplios sectores sociales piden la jornada de 35 horas semanales, y se llegó a plantear el debate político sobre el tema), algunas ideologías, con una importancia creciente, plantean que, para competir con el “tercer mundo” debemos renunciar parte de nuestro bienestar y acercarnos (peligrosamente, diría yo) a las condiciones de esos países. Es más, ya sea de forma legal o bordeando la ley, hay una tendencia a aumentar el tiempo de trabajo en los países más desarrollados. Ya hemos, de hecho, “dado la vuelta” a la tendencia inicial. Pero una cosa es que esto sea así de hecho, y un paso más allá es hacerlo “de derecho”.

Recientemente la Comisión Europea ha propuesto una directiva que fijaría la jornada laboral máxima en la Unión Europea en 65 horas semanales. Muchos nos hemos escandalizado ante la medida. Sus defensores, por su parte, alegan que no se establecerían las 65 horas como una obligación, sino como un “tope máximo, pudiendo fijarse el número real de horas de trabajo mediante un acuerdo libre entre el trabajador y el empresario”. Debemos recalcar que se habla de acuerdos individuales, únicamente entre empleado y empleador, fuera del marco de una regulación colectiva. Esto entronca con la tendencia generalizada que existe en la actualidad hacia la individualización de las relaciones laborales, proceso que persigue disminuir la fuerza negociadora de los trabajadores, perjudicar sus posiciones frente a las de los empresarios, y favorecer su desunión. Por una parte, en una sociedad donde el poder de las empresas crece cada día más frente al de los trabajadores, y donde los índices de paro son tan altos, ¿de verdad alguien cree que esa negociación será realmente libre? ¿No ocurrirá más bien, en la práctica, que se producirá una “subasta al alza” de trabajadores, donde los que estén dispuestos a aceptar mayores jornadas sean los que obtengan los empleos, y los que no, se queden en el paro? Por otra parte, si en la actualidad los sueldos a jornada completa se valoran teniendo en cuenta la jornada de 40 horas semanales, ¿pasarán a ser esas 65 horas el criterio de “jornada completa” en materia de retribución, y se considerará que un trabajador que haga 40 o 45 horas trabaja a “jornada parcial”, con las consecuencias previsibles en sus ingresos?

La petición de una jornada laboral con una duración moderada y racional no ha sido nunca un capricho. Tiene firmes fundamentos sanitarios, de seguridad, e incluso, en un análisis más global, económicos. Está comprobado que una jornada laboral excesiva aumenta el stress, la irritabilidad, los problemas psicológicos y digestivos, y los riesgos de accidente laboral. Por ejemplo, en jornadas de más de 60 horas semanales, el riesgo de enfermar es un 23 % mayor.

Las jornadas excesivamente largas aumentan el descontento de los empleados: Según la Encuesta Europea sobre Condiciones de Trabajo, la insatisfacción laboral pasa del 20 al 44 % al aumentar el tiempo de trabajo por encima de 48 horas semanales. También aumenta, unido al stress, el llamado síndrome de “burn out”, conocido coloquialmente como “estar quemado”.

Otra consecuencia del aumento de horas laborales es la dificultad, cada vez mayor, para conciliar la vida laboral y familiar. Las mujeres se están incorporando cada vez más al mundo familiar, como es lógico, pero tanto hombres como mujeres deberían acceder a unas condiciones que les permitieran formar una familia y tener una vida privada satisfactoria, a la vez que ganarse el sustento, si no queremos crear una sociedad “de hormigas”, dividida en una casta de reproductoras inactivas, y otra de trabajadoras asexuadas. La comparación puede parecer exagerada, pero creo que es ilustrativa.

Hemos dicho que las consecuencias no afectan sólo a la salud y a la vida familiar, sino también a la economía. Veamos cómo:

Por una parte, el economista Vilfredo Pareto ha llegado a la conclusión, a través de varios estudios, que “cada trabajador realiza el 80 % del rendimiento en el 20 % de la jornada”. Este dato, en principio tan chocante, concuerda con muchos otros estudios, que llevan a la conclusión de que una jornada de trabajo mayor, por encima de cierta duración razonable, no aumenta la productividad y el rendimiento de ese trabajo. Es más, está demostrado que los países de la Unión Europea donde la jornada laboral es más larga (como España) son aquellos en que la productividad es más baja.

Hemos hablado de los problemas sanitarios surgidos del aumento del tiempo de trabajo: como es lógico, esto tiene un coste económico perfectamente medible. Por poner un solo ejemplo, actualmente el stress cuesta 20000 millones de euros al año en Europa. Y eso sin olvidar el coste humano y social: cada día mueren en el mundo 5000 personas por accidentes o enfermedades laborales (en España la proporción es escandalosamente más alta que en los países de nuestro entorno). ¿Cuánto aumentarían estas cifras si se aumentara como se pretende el número de horas de trabajo?

Una última reflexión sobre este asunto: En sociedades como la nuestra, donde el paro es uno de los mayores males, ¿realmente parece racional concentrar el trabajo disponible en manos de unos pocos que trabajes hasta agotarse? Un dato que lo ilustra: con las 240000 horas extras que los empleados de General Motors realizaron en 2007, se podrían haber creado 200 puestos de trabajo en 2 años.

Salarios

El mercado laboral posee una lógica propia, que muchas veces es distinta de la que se aplica a casi todos los demás aspectos de la vida, esto es, no obedece a lo que podríamos llamar “sentido común”. Para poder entender los procesos y fenómenos de los que estamos hablando debemos aplicar un principio simple: el mercado laboral y la economía actual se mueven únicamente hacia la obtención de beneficios cada vez mayores y más inmediatos para las empresas. Principio sencillo, pero no muy lógico, porque resulta que el beneficio de una minoría supone el perjuicio de una mayoría, que somos los trabajadores asalariados.

Una de las características del modelo flexible y precario del que estamos hablando es la baja remuneración. En parte se entiende atendiendo a lo que hemos explicado sobre la temporalidad laboral: trabajadores sin antigüedad cobran menos que los que llevan más tiempo en la empresa, y los temporales nunca podrán acceder a esa antigüedad, así que sus salarios serán menores siempre. A este respecto quisiera introducir una reflexión: parece ser que en España el “salario base” que se cobra por cualquier empleo es más bajo que en otros países de nuestro entorno, mientras que la proporción en que ese salario puede aumentar, gracias a la antigüedad, a lo largo de la vida laboral de un trabajador, es mayor. Es decir, que las diferencias salariales entre un trabajador recién incorporado y uno veterano son mayores en España que en otros países. Yo me pregunto, admitiendo que de alguna manera debe recompensarse la experiencia, hasta qué punto es justa una diferencia tan grande, si aplicásemos el principio, a priori tan lógico, de “mismo sueldo por el mismo trabajo”.

Hasta cierto punto, sería lógico entender que los salarios fuesen bajos en una economía que marchase mal, con escasos beneficios para todos. Lo grave es que podemos comprobar con datos que los beneficios empresariales, al menos en nuestro país, crecían no hace mucho a gran ritmo, sobre todo para las empresas más grandes y poderosas, mientras que el poder adquisitivo de los empleados se estanca desde hace tiempo. Está demostrado, y así lo han reflejado algunos estudiosos, que en los últimos años en España han crecido las diferencias entre la rentabilidad del capital y la del trabajo. Dicho de otro modo, ser dueño de los medios de producción, por emplear una terminología clásica, es cada vez más provechoso, mientras que ser empleado lo es cada vez menos. Así que los beneficios van al bolsillo de unos pocos, que son, por una parte, los dueños del capital, y por otra, algunos trabajadores “de élite”, como los altos directivos, precisamente aquellos que poseen cierto poder de decisión sobre esta situación. Mientras, los trabajadores, cuyo esfuerzo ha generado esas ganancias, ven cómo se les insiste en que es inevitable que acepten salarios bajos y condiciones flexibles, y si quieren mantener su nivel de consumo, deben recurrir a un endeudamiento excesivo.

La Temporalidad Laboral

Hasta no hace mucho, era frecuente que un trabajador comenzase su vida laboral en una empresa, en un cierto puesto según su cualificación, y en esa misma empresa podía permanecer hasta su jubilación. No era así en todos los casos, ya que podían darse diversas circunstancias que lo impidiesen, pero tal posibilidad existía, y era norma para muchos empleados.

Hoy en día, esto ha cambiado notablemente. Los contratos son de muy corta duración, en algunos casos, sólo de días. Lo normal es que sean por unos meses, excepcionalmente un año. Algunas empresas se acogen a la modalidad de “contrato por obra”, que permite el cese del trabajador cuando finalice la actividad para la que fue contratado, sin que se ponga una fecha fija para ello, y aunque la actividad que se realice poco tenga que ver con una obra propiamente dicha. En este caso, lo que se busca es que la empresa pueda prescindir del trabajador en el momento que considere oportuno, según sus intereses, sin que el cese le suponga una gran pérdida económica.
Los trabajadores actuales saltan de un contrato temporal a otro, sin que se llegue a uno que verdaderamente mejore las condiciones. ¿En qué se traduce esto? En varias cosas, casi todas perjudiciales para los empleados, y en principio beneficiosas para las empresas, al menos desde el punto de vista económico. Los trabajadores temporales están constantemente amenazados por un despido, que se vuelve mucho más barato con la disminución de la antigüedad. Las compañías se libran de pagar esa antigüedad que nunca se llega a conseguir, y que se traduciría en un notable aumento de la nómina del empleado. Por otra parte, un trabajador temporal posee menos experiencia en el puesto, lo que conlleva que realizará su trabajo con menor calidad y más riesgos, al estar menos familiarizado con él.

Los trabajadores temporales no sólo son más baratos y fácilmente prescindibles o reemplazables, sino que la temporalidad también tiene otras importantes consecuencias psicológicas. Un trabajador temporal estará menos motivado y menos implicado con su empresa, y el riesgo de despido, junto con la amenaza del desempleo, aumenta su miedo y su estrés, lo que conduce a que este tipo de trabajadores sean más dóciles, protesten menos para exigir el cumplimiento de unas condiciones laborales justas y estén menos sindicados. Los trabajadores temporales perciben que no pueden movilizarse ni exigir casi nada, porque serán automáticamente reemplazados por quien no lo haga.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Russell

En 1935, en su libro “Elogio de la Ociosidad”, Bertrand Russell propone un nuevo modelo de organización económica a nivel mundial, que permitiese un nuevo modelo de trabajo. Parte de una premisa bastante evidente: la mejora de los medios de producción y el avance de la tecnología permitirían a la Humanidad obtener todo lo necesario para sus sustento con una cantidad mucho menor de trabajo que en épocas pasadas. Según Russell, si un gobierno mundial dirigiese la organización productiva del mundo, cada se humano podría trabajar, digamos 5 ó 6 horas al día, contribuyendo al sustento de todos y al suyo propio.

El hecho de que todos los habitantes del planeta vieran cubiertas sus necesidades básicas no era la única ventaja que el filósofo encontraba en su propuesta. Otra, no menos importante, era el aumento de las horas de ocio, ya que la mejora del ocio era, según él, tan importante como la mejora del trabajo para el avance de nuestra sociedad. Proponía un ocio dignificado, un ocio creativo, a través del cual el individuo, que ya no agotaría todas sus fuerzas en el trabajo, se desarrollaría personalmente y contribuiría al desarrollo (humanístico, artístico…) de todos.

Las tesis de Bertrand Russell pueden parecer utópicas, irrealizables o incluso, para algunos descabelladas. Yo no sé hasta qué punto sería posible llevarlas a cabo (para empezar, al igual que cuando trataba el tema de la guerra, Russell afirma que una condición para que su modelo se impusiera es la existencia algo tan difícil como un único gobierno mundial). Pero sí se puede sacar algo interesante. Por mucho que mucha gente ame su trabajo y lo desarrolle en buenas condiciones, por mucho que a través del trabajo muchas personas sean útiles a los demás y hayan realizado logros asombrosos, los seres humanos no podemos realizarnos sólo a través de nuestro trabajo. No podemos permitir que se nos robe el ocio, que se nos niegue la posibilidad y el tiempo para formar una familia. Constantemente se nos habla de una disponibilidad casi total hacia las empresas, de jornadas interminables. Recuerdo, en una ponencia a la que asistí, cómo un conferenciante nos hablaba de la necesidad de prepararnos muy bien para acceder a los mejores puestos. Entre otras cosas, nos recordaba la importancia de escribir correctamente, para lo cual era necesario leer todo lo que se pudiese. Más tarde, nos habló de cómo se desarrolla el trabajo de esos directivos. Muchos de ellos, nos dijo, realizan jornadas laborales de hasta 14 horas. Yo no pude evitar hacerle ver la contradicción que había con lo anterior. Es importante leer, sí, pero más vale no tomarle gusto a la literatura, porque con esos horarios será imposible disfrutar de ella.

Esta anécdota nos lleva más allá. Modestamente, creo que estamos en una etapa histórica en la que el desarrollo tecnológico, científico y, en muchos aspectos, humanos, ha sido tan grande y la experiencia histórica nos ha permitido aprender tanto, que los trabajadores, los seres humanos, estamos en condiciones no sólo de pedir un trabajo con el que ganar nuestro sustento, si no, y esto es lo principal, un buen trabajo. No podemos permitir que disminuyan los logros sociales que tanto han costado. No podemos convertirnos en mera mercancía. Sobre todo porque haciéndolo no nos estaríamos poniendo al servicio de un bien común, sino del puro y simple beneficio privado que va a parar a los propietarios del capital.

¿Es difícil cambiar la tendencia actual? ¿Es posible hacerlo? No creo que debamos perder la esperanza. Los sindicatos, que tanta importancia tuvieron en etapas pasadas de la lucha obrera, son percibidos por los trabajadores actuales como una ayuda para solucionar asuntos internos en las empresas, pero incapaces de invertir la tendencia general de todo el sistema. ¿Cuál sería la solución?
Sabemos que existe una tendencia, defendida por ciertas ideologías, de que las empresas salgan del ámbito de los estados, no sólo de una manera geográfica, sino que sus operaciones escapen lo más posible al control legal. Se defiende el libre comercio sin ningún tipo de restricción, se afirma que las leyes del mercado son tan inevitables como las de la naturaleza, que es imposible escapar a ellas. Más aún, se habla del mercado como antes de la Providencia Divina, afirmando que él proveerá, y traerá consigo todos los bienes para toda la humanidad, más cuanto más libre y menos limitado. Pero no podemos olvidar, como ya hemos dicho, que en este modelo económico, todo lo que no traiga consigo beneficio empresarial no será bienvenido, y todos los posibles provechos colaterales son meras casualidades, que desaparecerían en caso de que ya no fuesen beneficiosos para las compañías. Este modelo no adora tanto al mercado como nos quieren hacer creer, sino al beneficio privado. Para conseguirlo no importa pasar por encima de cualquier consideración humana, medioambiental o social.

¿Se puede poner límite a esto? Yo afirmo que se debe, por medio de las leyes. Por mucho que se los intente reducir, los estados no pueden resignarse a que la actividad económica escape a su control legal. Incluso cuando la mayoría de ideologías de izquierda aceptan el capitalismo, no podemos dejar que el capitalismo sea la única ley. Las leyes, precisamente, impuestas y hechas cumplir desde los estados, son la única garantía para los trabajadores de que no se dispondrá de ellos como de mera mercancía al servicio de las empresas. Igual que el estado regula y legisla sobre otras actividades, las de tipo económico y empresarial han de estar también sujetas a la ley. Inevitablemente, y como sucede en todos los ámbitos, esto implica sanciones para los infractores.

Un problema que se plantea es el hecho de que un estado solo no puede hacer nada. Debemos actuar lo más conjuntamente posible, para que cada vez sea más difícil encontrar por dónde escapar, y no quede más remedio a las empresas que atenerse a la legalidad. En ese sentido, el objetivo debería ser ampliar cada vez más el ámbito geográfico de las normativas. En cierto modo, parecernos al utópico “gobierno mundial” de Russell. Para lo cual es imprescindible que cada vez más gente tome conciencia de la situación, de hacia dónde vamos y hacia dónde querríamos ir.

Precariedad Laboral

Los cambios de los que hemos hablado en el modelo de producción han traído consigo cambios en el modo de trabajar, en las exigencias que la sociedad y las empresas tienen para los trabajadores. Se habla, por una parte, de la necesidad de terminar con el estado del bienestar, o al menos, reformarlo. Se habla de flexibilidad, de movilidad, de formación continuada, de productividad. Los empresarios piden abaratar el despido. Muchos somos los que vemos estos acontecimientos con preocupación, ya que si se llevan a cabo, conllevarán una merma en el poder adquisitivo y, sobre todo, en las condiciones de vida y laborales de muchísimos trabajadores. Constantemente se nos repite que seamos los mejores, que seamos competitivos, que no esperemos un gran salario, al menos en los primeros años, que estemos dispuestos a soportar muy largas jornadas laborales, horarios flexibles, amenaza de despido, incertidumbre… En suma, que seamos trabajadores a la medida de la empresa, a la medida del modelo, o como algunos dicen, del “sistema”.

Una muestra bastante ilustrativa de todo esto la encontramos en el llamado fenómeno del “mileurismo”. Aún a riesgo de caer en tópicos, podemos decir que mileuristas son jóvenes recién incorporados al mercado laboral, que no consiguen empleos con más de 1000 euros de sueldo (yo me atrevería a hablar, en muchos casos, del fenómeno del “ochocientoseurismo”) del cual deben destinar gran parte (más de lo recomendable, según los economista) al pago de una vivienda, ya sea hipoteca o alquiler, con una calidad de vida no desesperada pero sí bastante baja.

Muchas veces, no es sólo el salario el problema, sino las condiciones. Muchos jóvenes se encuentran trabajando sin contrato, saltando de un trabajo a otro sin continuidad, realizando jornadas más largas u ocupaciones de mayor responsabilidad de lo estipulado. Los empresarios de acogen al “esto es lo que hay, lo tomas o lo dejas, otro vendrá que lo haga”, y no se percibe que ni los sindicatos con su lucha, ni el estado, por medio de leyes eficaces, ofrezcan soluciones.

Las consecuencias de todo esto son diversas y bastante negativas para los trabajadores a los que afecta: Frustración, estrés, competitividad entre compañeros dentro de las empresas, escaso poder adquisitivo, emancipación tardía… Es un hecho, general en Europa pero más aún en España, que cada vez se forman más tarde las parejas, cada vez se tienen menos hijos y a mayor edad.

Me temo que en el futuro comenzaremos a ver otros inconvenientes de este situación, cuando los jóvenes actuales, o los que vengan más tarde, tengan que cobrar sus pensiones. Ahí se verán los problemas de haber comenzado tan tarde la cotización a la Seguridad Social, y en muchos casos no haberlo hecho. Además de esto, ya he explicado antes lo problemático que puede ser, en nuestra sociedad basada en el consumo, jugar con el poder adquisitivo de una gran masa de población.

Podría surgirnos la pregunta: ¿pedimos demasiado? ¿Tenemos motivos para quejarnos realmente, o nuestras expectativas eran demasiado elevadas? Bien, yo sinceramente pienso que tenemos motivos para esperar más, por varios motivos:

En primer lugar, por la evolución de la sociedad y del mercado laboral que habíamos venido observando hasta ahora. Es cierto que, en épocas pasadas, como hemos visto en la introducción, las condiciones de los trabajadores eran lamentables, pero a lo largo de muchos años, se habían conseguido mejorar, y pensábamos que seguiría siendo así. Pensábamos que, en nuestros países, el estado del bienestar aumentaría, tal y como había venido haciendo. Y ahora nos encontramos con que esta evolución se rompe, con que este modelo, nos dicen, ya no sirve, ya no es viable ni productivo, y hay que implantar otro en el cual los trabajadores, como seres humanos, importan mucho menos y son claramente peor tratados.

Otro motivo de queja viene del hecho de que los jóvenes actuales hemos buscado tener una gran formación, creyendo, como se decía, que el que estudiase prosperaría. No creo, sinceramente, que seamos una generación tan acomodada como muchas veces se dice, que esperan que todo les venga dado. Hemos invertido muchas horas, muchos años, en nuestra formación, y nos encontramos con que en el mercado laboral, todo ese conocimiento (en ocasiones, me atrevo a decir, mayor que el del empresario que nos contrata) no se paga, o no resulta útil. Nunca parece que nos hayamos formado bastante, y muchas veces estamos dispuestos a seguir haciéndolo, con la esperanza de obtener un reconocimiento que nunca llega. Sucede que la realidad, lo que el mercado laboral espera de nosotros, es muy diferente a lo que creíamos. Sólo el 40 % de los universitarios en España tiene un trabajo acorde con sus estudios, y la tasa de paro entre los titulados es de las más altas de Europa. No es raro que diplomados y licenciados se encuentren realizando trabajos para los cuales esos conocimientos ni les sirven ni les son remunerados.

Por último, creo que otro motivo de descontento viene cuando comparamos la situación en España con la de otros países de Europa. Se hablaba, desde el ingreso de España en la CEE (más tarde UE) de la “convergencia con Europa”, creíamos que llegaríamos a ponernos al nivel de otros países en todos los índices macroeconómicos y macroeconómicos. Hoy vemos que esto no parece llegar nunca, al menos en los aspectos que afectan a los ciudadanos y trabajadores. Expongo a continuación algunos datos obtenidos en la prensa:

-España es el tercer país con la jornada laboral más larga pero con menor rendimiento por hora trabajada. Los datos confirman la impresión de que en España las jornadas laborales son horriblemente largas y el provecho que se obtienen de todo ese tiempo de trabajo es escaso. La productividad, una condición necesaria para el aumento del nivel de vida de forma duradera según los especialistas, es muy baja en España, y descendió un 0.3 % en 2006, frente a países como Alemania y Reino Unido en los que aumentó un 1.9 % aproximadamente. Más aún, la productividad media en España por cada empleado ha descendido un 4 % desde 2001. Se cree que esto es la causa de que el salario real esté estancado en cuanto a poder adquisitivo.

Paradójicamente, podemos ver que, en contra de lo que se pudiera creer, existe una relación negativa entre la duración de la jornada laboral media y la productividad del trabajo. Es decir, al trabajar más horas, tiende a disminuir el aprovechamiento que se hace de cada una de ellas. De ahí que un aumento en la eficiencia pueda llevar a disminuir la jornada de trabajo sin que caiga la producción. En resumen, que las interminables jornadas laborales españolas no sólo perjudican nuestra calidad de vida sino también la economía.

-El salario real medio ha bajado un 4 % en medio de un fuerte crecimiento económico. La economía española crece desde hace una década a un ritmo claramente superior al de la media europea, pero este prolongado ciclo expansivo no se ha traducido en una paralela reducción de la brecha social. Mientras los beneficios empresariales aumentaron un 73 % entre 1999 y 2006, el salario medio real de los españoles perdió el 4 % de su poder adquisitivo entre 1995 y 2005. Se señalan como causas de esto que el empleo, creado a buen ritmo en España en los últimos años, es de muy baja calidad; mucha gente ha entrado en el mercado laboral con sueldos muy bajos. Estos bajos salarios han sido una herramienta para la creación de empleo, y para evitar que las empresas se fueran a países con costes laborales más asequibles, pero ahora es necesario hacer un gran esfuerzo por mejorar la productividad y, sobre todo, la calidad de ese empleo. Resulta paradójico que, mientras España se acerca a la media europea en cuanto a renta por habitante, no ocurre lo mismo en cuanto a cohesión social. También resulta frustrante ver cómo aumentan los ingentes beneficios empresariales (sobre todo para las mayores empresas) mientras los trabajadores no participan de ellos. Las rentas de las personas que consiguen ingresos a partir de la propiedad de bienes han crecido mucho más rápidamente que la de aquellos que reciben sus ingresos principalmente de su trabajo. Así que hay beneficios, y son enormes, pero sólo para una pequeñísima parte de la sociedad. No es de extrañar que España se esté haciendo un país más desigual: en los últimos años ha aumentado el número de personas que en nuestro país viven por debajo del umbral de la pobreza relativa, es decir con menos del 60 % de la renta media nacional. Actualmente es del 20 % (16 % en la media de la UE). Desde el Ministerio de Economía se justifica la situación diciendo que “aunque cada salario es más bajo, en cada familia entran más sueldos que antes.”

-El poder adquisitivo de los españoles sólo ha aumentado un 0.4 % en la última década. Veamos datos de salario real medio una vez descontada la inflación, comparando con varios países europeos:

País
Salario real medio (euros mensuales)
Aumento desde 1997
Reino Unido
3607
27.3 %
Alemania
3061
6.5 %
Francia
2615
5.5 %
Italia
2331
1.7 %
España
1922
0.4 %
Portugal
1236
4.8 %
Polonia
622
21.8 %

Es decir, teneos la peor evolución de los países analizados. Nuestro salario es un 15.2 % más bajo que la media europea. Lideramos la tasa de temporalidad en Europa, con un
33.3 % (aproximadamente el doble de la media europea), y se prevé que esto aumente. Además, la tasa de actividad femenina es de alrededor del 48 %, bastante por debajo de la media europea. Los datos se confirman unos a otros, creamos empleo de muy baja calidad. (Datos: Euroíndice Laboral IESE-Adeco).

-En España la economía sumergida supone el 21 % del PIB, lo que supone un movimiento de 130000 millones de euros. El volumen de economía sumergida ha ido aumentando en los últimos años, unos cinco puntos respecto al 15.5 % de PIB a comienzos de los años 80. Encontramos ejemplos de estas transiciones económicas no declaradas en numerosos aspectos de la vida cotidiana: son muchas las empresas que pagan “en negro” las horas extras. Son muchos los cobros entre particulares que se efectúan, en su totalidad o en parte, por este método. Los inmigrantes también se ven muy afectados por esta economía, y es corriente que sus trabajos, además de ser precarios y penosos, carezcan de contrato y se paguen sin que conste a las autoridades. No creo que sea necesario recordar cuáles son los perjuicios para el conjunto de la sociedad este tipo de economía, por mucho que algunos representantes de las nuevas ideologías neo-liberales sean defensores de este tipo de prácticas, incluso lleguen a apoyar abiertamente el fraude fiscal como una “defensa legítima del individuo frente al robo por parte del Estado que suponen los impuestos”. Frente a esto, yo recomendaría detenerse a reflexionar a qué países, en calidad de vida, nos gustaría parecernos y a cuáles no, y cuántos impuestos se pagan y qué nivel de fraude fiscal hay en unos y en otros.

-El problema de la vivienda. Recientemente, nada menos que la ONU, a través de su relator especial de asuntos de Vivienda, ha alertado de que el problema de la vivienda en España es uno de los mayores del mundo. Entre el 20 y el 25 % de la población española está excluida demarcado de la vivienda, debido a su alto precio, que en los últimos años no ha parado de subir, mucho más de lo que lo han hecho los salarios y el precio de otros bienes de consumo. La especulación y el enriquecimiento de los promotores han sido las causas de esa vertiginosa subida, que condena a gran parte de la población al pago de una hipoteca prácticamente de por vida. Un dato: entre enero y marzo de 2002, el precio de la vivienda nueva se incrementó un 15.11 %, y el de la vivienda usada, un 15.7 %. Con razón se considera que es un excelente negocio.

No olvidemos que en España la tendencia general es comprar, y no alquilar nuestra vivienda, y el mercado de alquiler está mucho menos potenciado y ofrece menos seguridad que en otros países. Además, los precios son también muy elevados en general, por lo que no constituye una solución real al problema de la vivienda. Cada vez más individuos y colectivos se están sumando a la idea de “la vivienda como un derecho, no como un negocio”, e intentan que esta visión se traduzca en políticas que ayuden a paliar este problema, que dificulta y retrasa la emancipación de muchos jóvenes.

Creo que todos estos datos son bastante elocuentes respecto a la situación del mercado laboral español. En conjunto, las mayores ventajas se las están llevando las empresas, sobre todo las más grandes, con unos beneficios ingentes. Mientras, los trabajadores en España comparan su situación con la de otros países de nuestro entorno, y se quejan, yo creo que con mucha razón.

La Globalización

¿Qué es la globalización? Parece algo tan presente en nuestras vidas y en nuestro mundo que uno podría pensar que todos sabemos con seguridad de qué estamos hablando. Lo cierto es que, aunque tenemos numerosas ideas sobre la globalización, incluso opiniones a favor o en contra, es difícil que sepamos dar una explicación certera de en qué consiste.

Encontramos una definición de globalización como “el proceso por el que la creciente comunicación e interdependencia entre los distintos países del mundo unifica mercados, sociedades y culturas, a través de una serie de transformaciones sociales, económicas y políticas que les dan un carácter global”. Por tanto, podemos entender que, en el proceso de globalización, los fenómenos económicos, políticos o culturales ya no tienen lugar sólo en el ámbito de un país o una región, sino que se extienden por todo el mundo. La globalización, tal como la entendemos hoy en día, no puede explicarse sin tener en cuenta los enormes avances que, en los últimos años han experimentado los medios de comunicación. No sólo podemos conocer, prácticamente en tiempo real lo que está sucediendo en distintas partes del mundo, sino que podemos interactuar con esos lugares, desde la comodidad de nuestro ordenador o de nuestro teléfono móvil. Recordamos haber leído, en antiguas novelas de viajes (como “Robinson Crusoe” o “Los viajes de Gulliver”) lo difícil que resultaban en otros tiempos los movimientos de dinero. Incluso para personas que eran ricas en su país de origen, no era nada fácil poder continuar haciendo uso de sus bienes si se desplazaban al extranjero. Hoy en día, las transiciones económicas no conocen límites geográficos, y nuestro dinero sirve en cualquier parte. Aunque no lo llevemos encima. Aunque ni siquiera estemos físicamente allí.

Históricamente, puede ser interesante observar que ésta en la que nos encontramos podría ser considerada como la “segunda globalización”. Una primera globalización sería el proceso que comienza en la segunda mitad del siglo XIX, con la enorme mejora de los medios de transporte. En esos años, el comercio internacional experimentó un fuerte impulso. Hubo un gran movimiento de trabajadores (emigración) y de mercancías. Pero aquella primera globalización fue, en muchos aspectos, diferente a la actual. En primer lugar, aquel proceso fue impulsado sobre todo por la mejora del transporte, mientras que hoy en día es la mejora de las comunicaciones el principal factor a tener en cuenta. En segundo lugar, no podemos olvidar que entonces las grandes potencias europeas habían establecido colonias por todo el mundo. Esta política perseguía, precisamente, esa apertura de los mercados que generó los grandes movimientos comerciales. A los países como el Reino Unido, Alemania o Francia, les interesaba dominar vastos imperios en África o Asia. De ahí obtenían materias primas que enriquecían la metrópoli, a la vez que ampliaban su importancia estratégica en el mundo. El modelo colonial entra en crisis a principios del siglo XX, y cae definitivamente tras la Segunda Guerra Mundial.

En la actualidad, podríamos hablar de distintas globalizaciones, o distintos aspectos del fenómeno de la globalización, que haríamos bien en analizar por separado, para entender mejor un fenómeno tan complejo.

Indudablemente, existe un componente cultural. Vemos cómo es mucho más fácil acceder a conocimientos que surgen a muchos kilómentros de distancia, saber qué se hace, qué se piensa o qué se edita en diferentes partes del mundo. Podemos leer la prensa de casi cualquier país. Las ideas también se han visto libres de barreras geográficas en mucha mayor medida que en épocas anteriores. Esto, sin duda, puede ser tremendamente enriquecedor, si somos capaces de sacar partido de ello.

Sin embargo, es la globalización económica y comercial la más controvertida, según algunos la más peligrosa. Apuntaremos algunos de sus aspectos principales. Las empresas crecen, aumentan sus beneficios, sus mercados, sus posibilidades de obtener mano de obra y clientes. Se produce el fenómeno de la deslocalización: las compañías no encuentran trabas para trasladar su producción desde los países más ricos a los más pobres, donde el coste de los trabajadores es mucho más bajo. Se ahorran el pago de la seguridad social y de gran parte de los impuestos, ya que la carga fiscal en esos países es inferior; también los salarios son mucho más bajos. Por otra parte, el bajo coste del transporte y la reducción de aranceles a nivel mundial (políticas que favorecen el libre comercio entre distintos países) hacen que esa deslocalización sea muy ventajosa económicamente para la empresa. Por el contrario, muchos trabajadores en Europa y en países desarrollados se ven privados de su puesto de trabajo, con el pretexto de que ya no son competitivos frente a los de otras partes del mundo. Constantemente aparece el fantasma de la baja productividad, se nos repite que somos muy caros y no podemos competir con los países en vías de desarrollo, y que, como recientemente ha sucedido nada menos que en Alemania, es necesario que, a cambio de mantener sus empleos, los trabajadores renuncien a parte de su poder adquisitivo.

Asociado a esto, vemos cómo las empresas crecen en todos los sentidos: cada vez más clientes, más trabajadores (aunque con más bajos salarios) mayor mercado y, lo principal, más beneficios. Se podría decir que las empresas “se salen” de los países, y no sólo geográficamente, también económica y legalmente. Vemos como en la actualidad hay compañías privadas (Ford, Toyota…) que superan el producto nacional bruto de muchos estados, lo cual se traduce en una enorme concentración de poder en manos privadas, de empresarios que se enriquecen cada vez más.

Ciertas ideologías, como el neoliberalismo, abogan por la supresión de cualquier tipo de barreras al comercio, y por que sea el mercado el que imponga sus reglas, sin que los estados ejerzan ninguna traba. Incluso algunos defensores de este pensamiento abogan por el principio de que “mejor cuanto menos estado”. Se rechaza “lo público” y se ensalza lo privado, hasta el punto de considerar el pago de impuestos como un robo del estado al individuo.


En este sentido, me parece conveniente citar a la autora Viviane Forrester, que afirma, para mí muy acertadamente: “Cuando se habla de globalización, se pretende que la gente esté a favor o en contra. Es un error confundir globalización con ultraliberalismo. La globalización respecto a las nuevas tecnologías y la posibilidad de simultaneidad puede ser algo estupendo para todos, y además es irreversible. El problema está en como gestionar eso. Y entonces se da como irreversible que la única manera de gestionarlo es la ultraliberal”.

El economista Guillermo de la Dehesa establece, en su artículo “¿Quién gana y quién pierde con la globalización?” una división entre aquellos colectivos que, según él, mejoran su situación gracias al fenómeno de la globalización, y aquellos a quienes perjudica. Según esto, se benefician:
- Los consumidores, en todo el mundo, pero sobre todo en los países desarrollados, por la bajada de precios que provoca la competencia.
- Los capitalistas de los países desarrollados. Por una parte, la libre movilidad el capital les permitirá invertir allí donde éste les dé mayor rentabilidad. Por otra, con la globalización e Internet, resulta más difícil gravar al capital que al trabajo, al ser el primero más intangible y más móvil y ubicuo que el segundo.
- Los trabajadores más cualificados de los países desarrollados, que se adaptarán a la revolución tecnológica, aumentando su productividad y sus salarios.
- La mayoría de los trabajadores de los países en vías de desarrollo, que verán mejoradas sus condiciones laborales y salariales gracias a la llegada a sus países de industrias “deslocalizadas” provenientes de los países ricos. Según el autor, se evitará así que estos trabajadores se vean forzados a la emigración.

Por el contrario, señala ciertos colectivos que se ven perjudicados por este fenómeno:
- Los trabajadores menos cualificados de los países desarrollados, que no podrán adaptarse al modelo de alta tecnificación y productividad.
- Los capitalistas de los países en vías de desarrollo, que verán reducido su margen de beneficio ante la llegada de los capitales extranjeros.

Personalmente, se me ocurren dos críticas a lo expuesto por de la Dehesa. En primer lugar, los trabajadores más cualificados de los países desarrollados ciertamente podrán beneficiarse económicamente, pero a cambio de aceptar el modelo de vida y el ritmo de trabajo vertiginoso que las nuevas tendencias requieren. Ya que la competencia es feroz, las empresas necesitan una disponibilidad total de estos trabajadores, lo cual se traduce en jornadas de trabajo muy largas y supeditadas a las necesidades de la empresa en cada momento, continuos viajes, estrés, clima de competencia entre compañeros de trabajo, dificultad para conciliar la vida laboral con la familia o para cultivar más afición que el trabajo. Los psicólogos serán los que tendrán que establecer en qué medida esta manera de trabajar afecta a los individuos.

En segundo lugar, el hecho de que los trabajadores menos cualificados de nuestros países se vean perjudicados en su poder adquisitivo y en sus condiciones laborales, no debería dejarnos indiferentes, ya que constituyen una gran masa social. Además, si las exigencias siguen aumentando, cada vez más personas correrán el riesgo de caer dentro de esta categoría, mientras que el grupo señalado arriba será sólo una élite muy pequeña. En términos económicos, creo que tampoco debería dejar indiferentes a los empresarios, ya que la economía actual depende en gran medida del consumo. En una sociedad con muchos pobres, parece lógico pensar que la capacidad de consumir caería, y el mecanismo de nuestro sistema, basado en el modelo producción-consumo, que busca mercado a toda costa, se resentiría.
En principio, que los trabajadores de los países en desarrollo donde se establecen empresas extranjeras vean mejorado su nivel de vida es algo muy positivo. Más aún, éste es el principal argumento que los defensores de la globalización emplean cuando quieren presentar la cara más “humana” del fenómeno. No olvidemos, sin embargo, que este beneficio no es más que una consecuencia lateral, y que sólo se mantendrá mientras la situación sea beneficiosa para las empresas. La ideología neo-liberal plantea el beneficio empresarial como el fin máximo, que traerá consigo todos los demás bienes para la sociedad. Lo cierto es que, en el momento en el que una situación no sea beneficiosa para la empresa, se olvidará todo el provecho que pudiera proporcionar a sus trabajadores, viéndose abocados a una situación igual o peor que la mano de obra no cualificada del “primer mundo”.

La Situación Laboral

¿Cómo es la situación laboral actual para miles de trabajadores, en España, Europa y el mundo? ¿Cómo podría ser? ¿Cómo debería ser? ¿Cuáles son nuestras expectativas, y cuál es la realidad? Intentaremos dar respuesta a estas preguntas.

Si analizamos la historia de los trabajadores, de sus condiciones laborales y su calidad de vida, es evidente que la evolución ha sido notable. En la sociedad pre-industrial de la Edad Moderna, recaía sobre una gran masa de gente el trabajo, que era fundamentalmente manual (campesinos, criados) y el sustento económico del Estado, mediante el pago de impuestos. Las condiciones de vida de ese “Tercer Estado” eran en general pobres o míseras. Mientras, los estamentos privilegiados, una minoría en número (nobles, alto clero) disfrutaban de todas las ventajas, vivían en unas condiciones mucho mejores (en ocasiones de verdadero lujo) y decidían sobre el funcionamiento político de Estado, con lo cual preservaban ese modelo que tanto los beneficiaba. No sólo tenían el poder, sino la propiedad de la tierra y, prácticamente, de los campesinos, ya que seguían ejerciendo derechos feudales

Con las revoluciones Inglesa (1649-1660) y Francesa (1789-1799) se producen importantes cambios en el modelo social. Estos acontecimientos se tienen lugar por varios motivos. Sin duda, el descontento de las grandes masa que constituyen el pueblo llano es uno de ellos, un descontento agravado por el hambre y la pobreza (la Revolución Francesa fue precedida, y en parte precipitada, por varios inviernos extraordinariamente duros, malas cosechas y agravamiento de la situación personal de miles de campesinos). También debemos considerar las causa puramente políticas y económicas: la convocatoria de los Estados Generales, hecho considerado comúnmente como inicio de la Revolución Francesa, tiene lugar como respuesta a una situación de bancarrota del estado, la cual demuestra cómo el modelo económico de la Francia del Antiguo Régimen, un Estado sostenido económicamente sólo por los más pobres, es inviable a largo plazo.

Una clase social emergente, la Burguesía, surge con fuerza, y tiene el papel principal en la nueva etapa de desarrollo económico que se vive en Europa a partir del siglo XIX. Con la Revolución Industrial, posibilitada por los cambios políticos producidos, la agricultura pierde importancia como sustento económico de los países. La industria, en manos de propietarios burgueses, crece enormemente. Se produce un enorme desarrollo tecnológico, que hace tangibles los avances científicos teóricos de los siglos XVII y XVIII. Pero todos estos cambios no impiden que siga habiendo una gran masa de obreros, muchos de ellos antiguos campesinos que han emigrado a las ciudades en busca de las nuevas posibilidades que ofrece la industria, cuyas condiciones de vida siguen siendo terribles. Jornadas interminables, en fábricas con condiciones inhumanas, donde las enfermedades y los accidentes laborales son frecuentes, vida en habitáculos que no reúnen las mínimas condiciones, salarios bajos y desprotección. Es a raíz de esto cuando surge el Movimiento Obrero, el cual, de formas muy variadas, busca mejorar las tristes condiciones de estos trabajadores, lo cual, de hecho, a lo largo de un periodo dilatado de tiempo, sucede. Se consigue que los distintos estados aprueben y apliquen leyes que limitan la jornada laboral o el trabajo infantil, imponen mejores condiciones sanitarias y salarios mínimos. En los países de Europa Occidental, tras la Segunda Guerra Mundial, se llega a un modelo llamado “Estado del Bienestar”, el cual tiene su máxima expresión en los países Nórdicos hasta la actualidad. Se basa en la protección que el Estado ofrece a los ciudadanos, materializada en subsidios de desempleo, cobertura sanitaria y educación por cuenta del Estado, leyes que protegen a los trabajadores de condiciones laborales abusivas… Se ha visto que los países en los que el Estado de Bienestar ha arraigado más son aquellos que tienen una calidad de vida más alta para la mayoría de sus ciudadanos. Debemos destacar que la ideología socialdemócrata, principal defensora de este modelo, no ataca al capitalismo ni a la organización socioeconómica burguesa; tan sólo reclama el papel del estado para “poner las cosas en su sitio”, armonizando mediante leyes las necesidades de los propietarios de las empresas con los de sus trabajadores, y protegiendo en definitiva a la gran masa de ciudadanos, con objeto de aumentar su bienestar sin estar a expensas de los beneficios de las compañías privadas.

Vistos estos antecedentes, podríamos pensar: ¿de qué preocuparnos? Vivimos en Europa, y nuestra situación es muchísimo mejor que la de un campesino del siglo XVIII, o que la de un obrero del XIX. No tememos morir de hambre. Los avances médicos y la mejora de las condiciones sanitarias han elevado la esperanza de vida, y su calidad. Tenemos coches, ordenadores… ¿no vivimos en el mejor de los mundos posibles? Pues aunque pudiera parecer lo contrario, mucha gente cree que hay motivos de preocupación. Por una parte, las ventajas conseguidas durante todos estos años no han alcanzado a toda la humanidad, sino a una pequeña parte. Somos, por así decirlo, los privilegiados. Incluso países con índices macroeconómicos mejores que los nuestros tienen una menor calidad de vida, ya sea por la desprotección social (caso de Estados Unidos) como por las condiciones laborales (Japón, y otros países asiáticos cuyas economías han experimentado un enorme crecimiento en los últimos años). Las grandes desigualdades de nuestro mundo, la desigual distribución de la riqueza y los recursos, no sólo resultan intolerables para muchos de nosotros, sino que tienen efectos visibles y tangibles en nuestra sociedad acomodada, tales como la inmigración o la deslocalización de empresas.