miércoles, 4 de marzo de 2009

Russell

En 1935, en su libro “Elogio de la Ociosidad”, Bertrand Russell propone un nuevo modelo de organización económica a nivel mundial, que permitiese un nuevo modelo de trabajo. Parte de una premisa bastante evidente: la mejora de los medios de producción y el avance de la tecnología permitirían a la Humanidad obtener todo lo necesario para sus sustento con una cantidad mucho menor de trabajo que en épocas pasadas. Según Russell, si un gobierno mundial dirigiese la organización productiva del mundo, cada se humano podría trabajar, digamos 5 ó 6 horas al día, contribuyendo al sustento de todos y al suyo propio.

El hecho de que todos los habitantes del planeta vieran cubiertas sus necesidades básicas no era la única ventaja que el filósofo encontraba en su propuesta. Otra, no menos importante, era el aumento de las horas de ocio, ya que la mejora del ocio era, según él, tan importante como la mejora del trabajo para el avance de nuestra sociedad. Proponía un ocio dignificado, un ocio creativo, a través del cual el individuo, que ya no agotaría todas sus fuerzas en el trabajo, se desarrollaría personalmente y contribuiría al desarrollo (humanístico, artístico…) de todos.

Las tesis de Bertrand Russell pueden parecer utópicas, irrealizables o incluso, para algunos descabelladas. Yo no sé hasta qué punto sería posible llevarlas a cabo (para empezar, al igual que cuando trataba el tema de la guerra, Russell afirma que una condición para que su modelo se impusiera es la existencia algo tan difícil como un único gobierno mundial). Pero sí se puede sacar algo interesante. Por mucho que mucha gente ame su trabajo y lo desarrolle en buenas condiciones, por mucho que a través del trabajo muchas personas sean útiles a los demás y hayan realizado logros asombrosos, los seres humanos no podemos realizarnos sólo a través de nuestro trabajo. No podemos permitir que se nos robe el ocio, que se nos niegue la posibilidad y el tiempo para formar una familia. Constantemente se nos habla de una disponibilidad casi total hacia las empresas, de jornadas interminables. Recuerdo, en una ponencia a la que asistí, cómo un conferenciante nos hablaba de la necesidad de prepararnos muy bien para acceder a los mejores puestos. Entre otras cosas, nos recordaba la importancia de escribir correctamente, para lo cual era necesario leer todo lo que se pudiese. Más tarde, nos habló de cómo se desarrolla el trabajo de esos directivos. Muchos de ellos, nos dijo, realizan jornadas laborales de hasta 14 horas. Yo no pude evitar hacerle ver la contradicción que había con lo anterior. Es importante leer, sí, pero más vale no tomarle gusto a la literatura, porque con esos horarios será imposible disfrutar de ella.

Esta anécdota nos lleva más allá. Modestamente, creo que estamos en una etapa histórica en la que el desarrollo tecnológico, científico y, en muchos aspectos, humanos, ha sido tan grande y la experiencia histórica nos ha permitido aprender tanto, que los trabajadores, los seres humanos, estamos en condiciones no sólo de pedir un trabajo con el que ganar nuestro sustento, si no, y esto es lo principal, un buen trabajo. No podemos permitir que disminuyan los logros sociales que tanto han costado. No podemos convertirnos en mera mercancía. Sobre todo porque haciéndolo no nos estaríamos poniendo al servicio de un bien común, sino del puro y simple beneficio privado que va a parar a los propietarios del capital.

¿Es difícil cambiar la tendencia actual? ¿Es posible hacerlo? No creo que debamos perder la esperanza. Los sindicatos, que tanta importancia tuvieron en etapas pasadas de la lucha obrera, son percibidos por los trabajadores actuales como una ayuda para solucionar asuntos internos en las empresas, pero incapaces de invertir la tendencia general de todo el sistema. ¿Cuál sería la solución?
Sabemos que existe una tendencia, defendida por ciertas ideologías, de que las empresas salgan del ámbito de los estados, no sólo de una manera geográfica, sino que sus operaciones escapen lo más posible al control legal. Se defiende el libre comercio sin ningún tipo de restricción, se afirma que las leyes del mercado son tan inevitables como las de la naturaleza, que es imposible escapar a ellas. Más aún, se habla del mercado como antes de la Providencia Divina, afirmando que él proveerá, y traerá consigo todos los bienes para toda la humanidad, más cuanto más libre y menos limitado. Pero no podemos olvidar, como ya hemos dicho, que en este modelo económico, todo lo que no traiga consigo beneficio empresarial no será bienvenido, y todos los posibles provechos colaterales son meras casualidades, que desaparecerían en caso de que ya no fuesen beneficiosos para las compañías. Este modelo no adora tanto al mercado como nos quieren hacer creer, sino al beneficio privado. Para conseguirlo no importa pasar por encima de cualquier consideración humana, medioambiental o social.

¿Se puede poner límite a esto? Yo afirmo que se debe, por medio de las leyes. Por mucho que se los intente reducir, los estados no pueden resignarse a que la actividad económica escape a su control legal. Incluso cuando la mayoría de ideologías de izquierda aceptan el capitalismo, no podemos dejar que el capitalismo sea la única ley. Las leyes, precisamente, impuestas y hechas cumplir desde los estados, son la única garantía para los trabajadores de que no se dispondrá de ellos como de mera mercancía al servicio de las empresas. Igual que el estado regula y legisla sobre otras actividades, las de tipo económico y empresarial han de estar también sujetas a la ley. Inevitablemente, y como sucede en todos los ámbitos, esto implica sanciones para los infractores.

Un problema que se plantea es el hecho de que un estado solo no puede hacer nada. Debemos actuar lo más conjuntamente posible, para que cada vez sea más difícil encontrar por dónde escapar, y no quede más remedio a las empresas que atenerse a la legalidad. En ese sentido, el objetivo debería ser ampliar cada vez más el ámbito geográfico de las normativas. En cierto modo, parecernos al utópico “gobierno mundial” de Russell. Para lo cual es imprescindible que cada vez más gente tome conciencia de la situación, de hacia dónde vamos y hacia dónde querríamos ir.

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